
Nadie recuerda haberlo visto, nadie puede señalarlo en un mapa. Pero yo estuve ahí.
Un hotel escondido en una esquina de Nueva York, sobre la calle 58, donde las paredes respiraban historias y la luz se filtraba entre enredaderas que no obedecían estaciones. El vestíbulo era una biblioteca vertical, con anaqueles hasta el techo y escaleras que chirriaban bajo los pies. Una chimenea encendida iluminaba un espejo imposible, de marco tallado, que devolvía reflejos más antiguos que mi rostro.

Había cuadros extraños, donde vacas con sombreros vigilaban en silencio mientras se servían tragos en la penumbra. Una mesa de billar, forrada de púrpura, ocupaba el centro como un altar. Las habitaciones, apenas un suspiro, te obligaban a compartir el espacio con tu equipaje, que resistía cualquier intento de ser arrastrado por esas alfombras gruesas, casi hostiles, que cubrían los pasillos.
El jardín, sin embargo, era otro mundo. Muros de ladrillo tapizados de hiedra, fuentes detenidas en el tiempo, y una gran araña de cristal suspendida bajo el cielo, colgando como si no necesitara de nada más que la noche. Las puertas que daban a ese jardín eran altas, de vidrio repartido, y se abrían como una invitación a otro plano. Allí se desayunaba, entre mesas de hierro y sillones que parecían diseñados para sueños largos, mientras el sol filtrado jugaba a desmentir la ciudad.

Volví años después, o eso creí. La dirección era la misma, pero no había hotel. Solo una librería silenciosa. Pregunté. Nadie supo. “Aquí nunca hubo un hotel”, dijeron. Pero al fondo, entre los estantes, descubrí un libro encuadernado en cuero, llamativo, cubierto de polvo. Lo tomé. Al abrirlo, leí la historia de un hotel que nunca existió.
Y en la primera página, una imagen nítida: el jardín. Ese jardín. Como si me esperara.
Cartografa de Espejismos.