La Noticia.

La llamada llegó en plena siesta, cuando el calor hacía vibrar las paredes. La voz del otro lado temblaba: “¿Viste las noticias?” preguntó, como si al saberlas pudiera detenerlas. No las había visto. Ni la televisión ni los diarios habían entrado aún en mi mundo esa tarde. “Fueron ellos… los mataron anoche”, dijo. Y las palabras empezaron a caer, una tras otra, como fichas desordenadas, imposibles de acomodar.

Alguien, al que conocía de siempre, al que alguna vez vi reír con los ojos chicos, al que alguna vez creí inmortal porque era de los que ocupaban las sillas grandes de las reuniones, había sido alcanzado por las balas. Y no estaba solo. El hijo también. Dos sombras, un mismo disparo.

Las versiones empezaron a circular como polillas ciegas: que fue una mujer, que llevaba un bolso, que del bolso salió un arma, que hubo cuchilladas, que cortaron la luz, que nadie vio nada aunque todos estaban ahí. Los diarios acumulaban detalles que olían a papel viejo, a tinta que manchaba los dedos, a titulares que usaban palabras que nunca usamos para hablar de ellos.

Las explicaciones no llegaron nunca. Nadie entendió por qué. Ni cómo. Ni hasta cuándo.

Esa noche abrí el diario y leí la noticia. Era otra historia, una que no conocía, una que no se parecía en nada a la que me habían contado. Y comprendí que, a partir de ese día, las versiones del mundo serían siempre dos: la de los diarios, y la que guardábamos nosotros.

La noticia quedó impresa, pero la verdad —la verdadera— solo circuló entre las voces bajas, entre las manos que se agarraban fuerte en las mesas familiares, entre los silencios que eligieron no decir.

Cartógrafa de Espejismos. 

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