
El reflejo en el espejo ya no es una certeza. Antes, fue un ancla, un testigo fiel de cada día que pasaba sin aviso. Ahora, es un recordatorio impreciso, una imagen que se fragmenta entre lo que fue y lo que queda.
Se acerca, observa los surcos que el tiempo ha cincelado en su piel, las sombras que insisten en instalarse bajo los ojos, el peso sutil pero irremediable de los años en cada gesto. No siente tristeza, pero tampoco indulgencia. Es un duelo silencioso, una despedida paulatina de lo que alguna vez fue familiar.
Cada mañana, la rutina es la misma: los dedos recorren la piel, la reconocen y, sin embargo, la encuentran distinta. ¿Cuándo sucedió? ¿En qué momento el cuerpo dejó de ser un refugio y se convirtió en un territorio de cambios impredecibles?
Pero hay algo más allá de los rastros visibles. Un conocimiento antiguo, un entendimiento que solo llega cuando la urgencia de lo eterno se disuelve. No hay tiempo para lamentos. No hay tiempo para detenerse en lo perdido.
Mira por la ventana. El mundo sigue en movimiento, indiferente al lento desgaste de su carne. El viento arrastra hojas caídas, la luz se filtra entre las nubes con la misma insistencia de siempre. El tiempo no se detiene, y ella tampoco debe hacerlo.
Se promete no vivir en los espejos ni en las sombras del pasado. Hay pocos pasos por delante, pero aún son suyos. Cada día es un fragmento de eternidad si se lo vive con intención.
Sabe que el cuerpo seguirá desdibujándose, que habrá días de dolor, de agotamiento, de nostalgia inesperada. Pero también habrá instantes de belleza, de risas que retumban sin avisar, de miradas que no necesitan palabras.
Hoy, se viste sin prisa, elige un color que ilumine su piel, camina con la certeza de que aún hay caminos por recorrer. No teme al espejo ni a la bruma del futuro. Su reflejo es solo un testimonio, pero su esencia sigue intacta, invicta, inquebrantable.
Y con eso, basta.
Cartógrafa de Espejismos.